En estos días de gran zozobra, causada especialmente por los efectos del tsunami en Japón, estamos siendo bombardeados por todos los medios –entre los que ya no queda más remedio que incluir a las redes sociales– con el peligro que podría suponer el actual estado de alguna de sus centrales nucleares, especialmente la de Fukushima.
En los primeros momentos de la noticia, todos seguramente recordamos los devastadores efectos del tsunami de Indonesia de 2004. Se hablaba entonces de estrambóticos cálculos que cifraban su potencia en la equivalente a más de 2.000 bombas atómicas. Aunque eso sí, de efectos de difícil dispersión y bastante menos contaminantes a largo plazo.
Tsunamis ha habido más desde entonces, de mayor o menor intensidad, y todos ellos cargados de víctimas mortales y cuantiosos destrozos materiales. Pero, a pesar de las comparaciones, ninguno había provocado el inicio de una verdadera catástrofe nuclear.
Tanto, que el tsunami en sí ha pasado a segundo plano y el problema nuclear acapara los titulares.
La principal preocupación es actualmente la de evitar las fugas radiactivas –sin obviar lo que pudiera suponer una explosión nuclear o radiológica descontrolada–, pero el debate mayor se centra en si se pudieron evitar o minimizar los daños sufridos por las centrales, a pesar de la incuestionable virulencia del seísmo. Las cuestiones de seguridad saltan inevitablemente a la palestra.
Normalmente tarde y, para variar, a toro pasado. Nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena.
Obviamente, los niveles de inversión en seguridad industrial suelen ir acordes con el nivel económico de una sociedad. No solo pensando en la preservación de sus activos y la continuidad de su negocio, lo que no deja de ser legítimo e importante, sino también por las responsabilidades de todo género que pueden acarrear algunos fallos de seguridad.
La responsabilidad social corporativa, tan ponderada hoy en día y de la que tanto se vanaglorian algunas empresas, con razón por supuesto, engloba una serie de prácticas que redundan no solo en beneficio de la propia empresa, sino de la sociedad en general. La seguridad, bien entendida, es incuestionablemente parte de esa RSC y es tarea de los Estados garantizar que no se alcanzan riesgos inasumibles de los que luego no valgan sino amargos lamentos exentos de solución.
En los países punteros, al menos existen ciertas leyes que obligan al cumplimiento de unos requisitos mínimos que preserven en parte el derecho de los demás a no exponerse a peligros innecesarios. Internacionalmente, a pesar de los esfuerzos de las grandes organizaciones supranacionales como la OIEA, el asunto se complica.
No obstante, en el caso de Japón, sería de difícil acusación achacar el posible desastre a una previa indolencia en materia de seguridad que, excusándose en el presunto ahorro de costes, hubiera irresponsablemente asumido excesivos riesgos amparados en benevolentes análisis de riesgos que a veces solo tratan de acallar conciencias y que suelen estar más cercanos al borde justo de la ley, cuando no lo cruzan subrepticiamente, que a un verdadero ejercicio de responsabilidad social corporativa.
Por esta vez, y a pesar de lo que aún pueda acontecer en Fukushima, debemos felicitar, o al menos reconocer y respetar, a aquellos que años atrás no escatimaron gastos en diseñar unos sistemas de seguridad industrial que, si bien pueden haber sido desbordados por la especial circunstancia del caso, han paliado de momento el inminente desastre y permitido a la población cercana ponerse a salvo y al resto del mundo prepararse para lo que pudiera acontecer en el peor de los escenarios.
Fukushima no ha sido Chernóbil, ni el edificio Windsor, ni Aznalcóllar, ni la Love Parade, ni tantos otros desastres no paliados que podríamos nombrar. Fukushima se parece más al enorme, y en principio vituperado, gasto de seguridad que se realizó en el Santiago Bernabéu, en el que se remodelaron los sistemas de control de masas y evacuación y que permitió que 70.000 personas se pusieran a salvo después de un aviso de bomba sin tener que lamentar ni una sola víctima. ¡Qué barato pareció aquel día el gasto de inversión en seguridad!
Por una vez, fijémonos en los beneficios que han traído un correcto análisis de riesgos, un realista y eficiente equilibrio entre la posible amenaza y el gasto de inversión en seguridad y, lo que es verdaderamente importante, una escrupulosa asunción del riesgo residual de seguridad que tenga tanto en cuenta el retorno de la inversión en seguridad (ROSI) como la verdadera práctica de la responsabilidad social corporativa.
No sabemos cómo acabará la historia de Fukushima, ni el alcance y repercusiones mundiales que nos traerá, pero, al menos, yo me siento agradecido a aquellos que evaluaron y diseñaron las medidas de seguridad de la central. Ojalá que las empresas aprendan esta inusual, por positiva, lección y analicen sus riesgos y tomen la decisión de asumir esos riesgos residuales con cordura y responsabilidad. De la bondad de esa decisión se desprende, o no, la bondad de la RSC de su empresa.
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Socio fundador de Global Technology